sábado, enero 15, 2005

La borrasca de enero

Una fiestecilla lumpen siempre aclara la garganta. Las de enero son más interesantes porque se resuelven en la carestía. El tinto no es Pérez Correa, sino Correa a secas, el queso es nada más chihuahua. El ánimo, ni variopinto, sino más bien melancólico. Tanta adjetivación debiera suplir el espanto de ese momento en el que se ha acabado la bebida y ocurre el silencio, un silencio de esos de novela de Thomas Mann. Como hemos prohibido los porros -son poco saludables pues invariablemente siempre atacan el humor y uno termina con la sonrisa idiota- algunos piden clemencia y sacan la pipa de la paz. Entonces la santa calma se fragmenta en risotadas y abcesos de tos.
-Dime, a poco no es de veinte centímetros...
-Ni lo sueñes, acaso unos catorce y medio
-Pero verás como es de terrible
-Es un taladrillo nomás
(Aquí el de la voz interviene y separa a la pareja. Sean sanos, nada de cochinadas en mi casa)
-Si tú participaras -dice la mujer del cabello azul.
-Nada, yo soy monje cisterciense y no creo en el sexo.
-Al menos míranos...
(El de los catorce y medio se acerca, y en un trazo macabro pretende circundarme con el brazo)
-Qué onda, compadre...
-Aléjate, Satanás.
-Qué fresa te estás poniendo -dice la del cabello azul.

Por fortuna terminaron en un abrazo cariñoso y no menos idiota mientras despedí con carraspera a los últimos invitados
-Dios los bendiga.