La borrasca de enero
Una fiestecilla lumpen siempre aclara la garganta. Las de enero son más interesantes porque se resuelven en la carestía. El tinto no es Pérez Correa, sino Correa a secas, el queso es nada más chihuahua. El ánimo, ni variopinto, sino más bien melancólico. Tanta adjetivación debiera suplir el espanto de ese momento en el que se ha acabado la bebida y ocurre el silencio, un silencio de esos de novela de Thomas Mann. Como hemos prohibido los porros -son poco saludables pues invariablemente siempre atacan el humor y uno termina con la sonrisa idiota- algunos piden clemencia y sacan la pipa de la paz. Entonces la santa calma se fragmenta en risotadas y abcesos de tos.
-Dime, a poco no es de veinte centímetros...
-Ni lo sueñes, acaso unos catorce y medio
-Pero verás como es de terrible
-Es un taladrillo nomás
(Aquí el de la voz interviene y separa a la pareja. Sean sanos, nada de cochinadas en mi casa)
-Si tú participaras -dice la mujer del cabello azul.
-Nada, yo soy monje cisterciense y no creo en el sexo.
-Al menos míranos...
(El de los catorce y medio se acerca, y en un trazo macabro pretende circundarme con el brazo)
-Qué onda, compadre...
-Aléjate, Satanás.
-Qué fresa te estás poniendo -dice la del cabello azul.
Por fortuna terminaron en un abrazo cariñoso y no menos idiota mientras despedí con carraspera a los últimos invitados
-Dios los bendiga.
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