lunes, septiembre 25, 2006

Los diarios de un capitán sin nombre II

Regresar a Ciudad de México es un sueño postergado. Los mimos que me hizo el elefante aún duelen.
Los amigos lo saben e invento excusas para verlos en Querétaro, Puebla o Tlaxcala. Incluso, cogido del valor más eurístico, he logrado vencer al pulpo conduciendo por viaducto para agarrar Calzada Zaragoza y enfilar rumbo al Golfo.
Pero la Ciudad de México, infinita, ha podido más que mi aliento.
Viví en la calle de Libertad, en la colonia Niños Héroes de Chapultepec, cerca de la Narvarte. Una vecindad cuyos ojos de niña enferma un día de temblor hicieron crujir las paredes. Soñaba que navegaba en la mar, y el bote insistía el equilibrio a pesar de un oleaje cada vez más poderoso. Cuando mi cuerpo golpeó contra la pared abrí los ojos al mismo tiempo que mi compañero de cuarto, Gabriel Cruz. Nos miramos unos segundos mientras el oleaje intenso del sismo meneaba las camas. Por fin, aún avenidos al sopor de la modorra, saltamos rumbo a la salida de aquél cuarterón de cuatro por tres. En calzoncillos traspasamos el umbral de la puerta metálica, en calzocillos con la vida entre sueños aún, corrimos por el patio. Gabriel fue quien advirtió en el umbral de una de las portezuelas de aquella vecindad, a una niña de acaso cinco años. Ella nos miraba y se mecía sobre sí misma. Compadre, me dijo Gabriel en clara alusión por salvarla, sacarla de ahí de lo que imaginamos sería un sismo terrible. A la calle, le contesté imperativo, y en calzoncillos corrimos a la avenida de la Libertad, donde vimos cómo los cables zangoloteaban entre sí, cómo las mujeres se hincaban histéricas, cómo el edificio de departamentos de cinco pisos a nuestro lado, amenazaba con caer.
El cuarto que rentábamos por 750 pesos estaba conformado por dos piezas. Al traspasar la pequeña puerta metálica se ubicaba la cocineta, ahí dispusimos una suerte de maderones enclavados en la pared, que sirvieron para acomodar platos y comestibles. Comíamos latas, latas de todo tipo. La primera comida que estuvo de moda era chilorio con tortillas de harina. Luego atún, luego tortilla española. La pieza del fondo era lo que llamábamos la gruta, ahí dos camas, un librero, un pequeño clóset, una olivetti, armaban nuestra recámara. Gabriel escribía poemas donde la concatenación luz-oscuridad se volvía una manía, y yo escribía una posible novela.