lunes, octubre 24, 2005

Los diarios de un capitán sin nombre

Por lo menos desde 1994, llevo un diario. Vivía con mi tío Miguel Loyo en su casa de Lindavista, en Ciudad de México. Las tardes de los fines de semana mis tíos y primos se iban a San Miguel de Allende y en la enorme casa reinábamos Janis Joplin y yo. La Janis no era como es de suponer, aquella cantante cuya garganta rasgó el furor de algunos cuerpos, sino una perra rottweiler que nunca apreció la amistad y por el contrario, me conjuró algunos ataques de histeria cuando lograba escabullirse al interior de la casa.
Cuando Janis comenzaba a olisquear los muebles, el viejo piano, sus enormes patas sobre los tapices de satín y lana inglesa, yo tenía que apelar a los más ingratos ardides para lograr sacarla al patio y que mis tíos no arribaran a una residencia en ruinas. El rottweiler atisbaba debajo de la mesa mis imprecaciones de un malogrado sargento alemán. Entonces la dejaba en paz, al amparo de esa mesa enorme de cedro y me iba a escuchar Old Love, de Eric Clapton, El rey de las flores, de Silvio Rodríguez. Cuando pasaba el mediodía recurría al truco de la chuleta que Janis perseguía hasta la media luna del patio donde las azaleas de mi tía Meche, malheridas, se atildaban de la babosería de Janis que al ultrajar la chuleta entre apasionada y descreída, me dejaba cerrar de un tirón la puerta y otra puerta se abría, inmensa, cuando decidía caminar por la ciudad.
No sé cuántas veces recorrí la avenida Montevideo rumbo a la estación del metro Basílica. De ahí me iba al centro, a la calle Donceles, donde recorría todas las librerías de viejo en busca de algún libro donde se encontraran todas las respuestas. Ese libro magnífico nunca apareció en librería alguna, pero me ayudó a encontrar otros libros y otras pasiones: la de los mapas y atlas, la de diccionarios viejos, la de poetas desconocidos que aún hoy desfiguran el rostro de nuestra literatura.
Comí muchas veces en La Blanca, la famosa cafetería de 5 de mayo, donde concurrían los más disímiles parroquianos; ahí conocí a Rikhard, un muchachito de la provincia austriaca, ya ustedes imaginarán: la camisa a cuadros, los zapatos cafés, los pantalones de lino grueso y la cara roja y puntiaguda. Hagamos un trato (me dijo en su español aprendido en alguna universidad de provincia, después de escuchar mi español tan lleno de giros, tan snob), yo te enseño alemán y tú perfeccionas mi español. Le contesté que así lo haría pensando en su breve espalda, en su cara roja como una fresa.
La Ciudad de México también la conocí gracias a las señas que bien supo darme Javier Narváez, promotor y entusiasta de la literatura del que mucho aprendí sobre gastronomía chilanga (la pancita, en el mercado de la Portales; la comida China (todavía recuerdo el platillo, Mow Khu Khai Pin) en la Vértiz Narvarte; las tlayudas de Natalia Toledo, en la Condesa, donde conocí a la más variopinta comunidad de outsiders de la literatura.
Una ciudad pulpo de la que mucho se ha escrito y se escribirá. En mis diarios consigno tales nimiedades que hoy desbordan el ojo de esta mano regiomontana. Los primeros diarios los compré en una tienda del ISSSTE. Mientras mi amigo Gabriel Cruz robaba las navajillas de rasurar, yo husmeaba el pasillo de las libretas. Y ahí estaban, con sus pastas duras y rojas. Compré tres de aquellos diarios que acaso signen los días de 1994 y 1995.
Escribía al amparo del café del Sanborns de División del Norte. Mientras afilábamos de palabras la realidad, de vez en vez, Gabriel Cruz o yo, robábamos los cubiertos de aquella cafetería. Compadre, exclamaba Cruz, nos van a pescar. Pero yo quería esos cubiertos, tan bien hechos, tan limpios en toda su potestad burguesa. Gabriel terminaba introduciéndolos en su mochila de cuero para sacarme una sonrisa. Meses después, se incluyó Isolda Dosamantes, que hoy enseña en una universidad de Beijing.
Un día nuestra amiga Dosamantes llegó en un Tsuru del Gobierno del Estado de Tlaxcala con un colchón y un escritorio. Del colchón nada supe cuando huí a Monterrey. El escritorio aún resiente el ritmo del teclado cuando esto escribo. Es pequeño y ha soportado mi ingratitud con mi amiga tlaxcalteca.
Después volví a mi predilección por los diarios de contabilidad, en los que muy de vez en cuando, afilo impresiones.

martes, octubre 11, 2005

Caminando

Hacia la calle Venustiano Carranza, prócer viril que no hace turbamulta ni en Cuatrociénegas, hacia la calle digo, tomando Guachinton por la derecha o la izquierda, siniestra o la de dios según se vea, están los arcos que guarecen sendos camposantos. Uno El Roble, el otro El Carmen.

Si tan solo estuvieran los muchachos, algunos mozalbetes con tensión en las mejillas y la pierna aderezada sobre una barda impronunciable; si acaso pudiera oir sus risas desde lejos, su castañear los dientes una amapola entre los labios.

Uno camina derecho y se abre una capilla. Uno toma por el lado de las tumbas menos generosas hasta donde haya un Cuitláhuac un Eduardo, como usted quiera, un hombre que soñó batallas y que fue hilando fino pequeñas elegías para hombres mayores, con tino y sin una amapola entre los labios.

Ahí está la tumba. En la internet se puede encontrar una pequeña fotografía aérea, satelital o lo que usted quiera.

Dice el epitafio: aquí yace Cuitláhuac o Eduardo, nunca se supo.

Lo demás no se puede leer: hay tantos nombres en esta tumba.

jueves, octubre 06, 2005

Larga fila del canon

(o el impredecible gusto hecho dogma)
Estos días, Daniel de la Fuente ha convocado a que suscribamos su página: http://elobservatoriocultural.blogspot.com/ , con el propósito de signar obras y autores de nuestro impredecible canon personal. Como me resultó imposible accesar a su blog, pongo no diez, sino treinta títulos y sus respectivos autores, para encarrilarnos al gusto de festejar a quienes han devorado nuestras pestañas.
(el orden es absolutamente arbitrario)
1.- Franz Kafka (El Castillo, El proceso, El libro del hambre)
2.- Fedor Dostoievsky (Crimen y castigo)
3.- Marguerithe Duras (Moderato Cantabile)
4.- Giovanni Boccaccio (El decameron)
5.- Jorge Luis Borges (El aleph)
6.- Albert Camus (La peste, El extranjero)
7.- Alejo Carpentier (El siglo de las luces)
8.- Camilo José Cela (Oficio de tinieblas 5)
9.- Miguel de Cervantes (El Quijote de la mancha)
10.- Julio Cortázar (Rayuela, Modelo para armar)
11.- Daniel Defoe (Robinson Crusoe)
12.- Lawrence Durrel (El cuarteto de alejandría)
13.- William Faulkner (El sonido y la furia, Mientras agonizo, Las palmeras salvajes)
14.- Xavier Villaurrutia (Obra poética)
15.- Gabriel García Márquez (Cien años de soledad)
16.- Juan Goytisolo (Reivindicación del conde don Julián)
17.- Günter Grass (El tambor de hojalata)
18.- John Kennedy Toole (La conjura de los necios)
19.- James Joyce (Ulises)
20.- Thomas Mann (El dr. Fausto)
21.- Alfonso Reyes (El plano oblicuo, Visión de Anáhuac)
22.- Jean Paul Sartre (La náusea)
23.- Jonathan Swift(Los viajes de Guliver)
24.- Mario Vargas Llosa (La guerra del fin del mundo)
25.- Juan Nepomuceno Pérez Vizcayno Rulfo (Pedro Páramo, El llano en llamas)
26.- Octavio Paz (¿Aguila o sol?)
27.- William Shakespeare (Macbeth, Enrique IV, Hamlet)
28.- Francois Rabelais (Gargantúa, Pantagruel)
29.- Homero (La ilíada, La odisea)
30.- William Blake (Poesía completa)
sé que faltan, faltan
adendum
31.- Walt Whitman (Obra poética)
32.- San Juan de la Cruz (Obra poética)
33.- Luis Cernuda (La realidad y el deseo)
34.- Marcel Proust (Por los caminos de Swann)
35.- André Malraux (La condición humana)
y deben seguir faltando
en los comentarios, podrán hacer sugerencias

miércoles, octubre 05, 2005

La reflexión en Nuevo León (post escriptum)

(Con el propósito de entorilar una discusión)

Durante algunas semanas, el fantasma del canon ha merodeado los intríngulis de los dos. Los dos son Cuitláhuac y Eduardo, hermanos mellizos. Uno de ellos, acaso el que ha querido diferenciarse más pronto, desde algún escalón poco probable y altísimo, ha dicho que el canon, la tradición, son conceptos mucho más amplios y diversos, y hay quienes pretenden hacernos creer que tales conceptos sólo se despliegan en la prisión de la historia a la Hegel, a saber: la tradición local, el trazo geográfico que documenta nuestros chovinismos. Esa no es la herencia, dice Cuitláhuac, acaso sólo sea parte de ella.
La herencia más grande es devorar a los padres, dice, pero devorarlos implica orgánicamente hacerlos nuestros. Ese acto regurgitatorio deviene deconstruir. La palabrita derridiana nos asombra por su capacidad de renovar el discurso en la medida de su razón integradora. El post estructuralismo (que bien enseñó la crítica al metarrelato, a la gran respuesta) engendra también la suspicacia.

Y este pertinaz suspicaz (Cuitláhuac, que no el otro, más abnegado y amigo de la mitología), arguye que vivir en una ciudad de medianía -que no mediana, insiste- es vivir en una ciudad en la que mucho está por hacerse. De ahí que la herencia también se encuentre en otras latitudes, en otras razones.
Pero Eduardo advierte que toda crítica que se haga desde el yo furioso, termina por ser panfletaria.
Y es que uno de ellos piensa que esta ciudad está suspendida en la modorra.
Eso no ignora los trabajos y los días de ensayistas, tan valiosos como insustituibles. Pero la chusma quiere el debate, la razonada argucia, el intenso lavuro crítico.
Veamos:
Estos días, con motivo del X Encuentro Internacional de Escritores, ciertos ensayistas nuevoleoneses han iniciado un debate en torno a la comedida convocatoria (como irresponsable lo fue en la selección) del tema: Literatura, poder y civilización, homenaje a Jean Paul Sartre.
Sartre, uno de los pensadores más importantes del siglo XX, que nos enseñó que la libertad cuesta, y cuesta tanto como dejarnos en la más pura desnudez, comporta una obra tan nutricia como reveladora en un mundo que aún sitia a su sociedad con viejos procedimientos, vieja maquinaria -ahora unipolar- que sigue devastando al planeta a pesar de las facturas que la propia naturaleza comienza a pasarnos con todo y los impuestos: el Rita, el Katrina, el Stan, el sunami.

Sin duda, las circunstancias de un mundo bipolar, en las que Sartre arguyó razones, pertenecen al pasado. Aunque no del todo: siguen vigentes la pauperización del planeta, la falta de democracia, la perversión de los poderosos ausente de la más mínima ética, la aniquilación de los ríos y los mares, etc.
Pero hay otro Sartre, el del Ser y la nada, el de Las moscas, El de la Náusea, que pone de manifiesto el análisis de los mitos y cómo ese análisis es transhistórico. Sartre, a través de su corpus literario, resulta un clásico. Y los clásicos, son el otro rostro del presente.
De otro modo, denostar a los clásicos por una coyuntura del presente, resulta tan arbirtrario como empobrecedor; del mismo modo habría que juzgar a Borges por su relación con la dictadura, a Octavio Paz, por ése laberinto que hoy resulta poco asertivo, a Montaigne por haberse recluído en su torre. ¿Habrá que exigirle a Platón, su impericia e infortunio con las cuestiones de género?
Tengo la impresión de que el tema es otro. Queda claro que es nesesario desmonumentalizar a los clásicos -como dice Foucault- para enfrentarlos en un espacio más horizontal. Pero desmonumentalizar implica abrir la estatua del prócer, indagar más allá de su trazo pétreo. No se puede discutir con un monumento.

Decía que mi impresión era otra. La de discutir la figura del intelectual moderno, un intelectual que haya sabido devorar a sus clásicos para discutir con ellos, y que al mismo tiempo, tenga una clara conciencia del presente en el que vive. Es claro que el socialismo soviético resulta, en nuestro tiempo, un modelo autoritario que signó dramáticamente la vida y la libertad de muchos. Quien encuentra en el socialismo soviético un modelo para discutir nuestro presente, está condenado a convertirse en estatua de sal.
Pero queda también claro que el mundo en el que vivimos, no es un mundo donde se haya saldado la terrible desigualdad entre miles de millones de personas y un centenar de poderosos. El intelectual moderno deberá argüir entonces, razones más eficaces para encarar esta tragedia.
Un intelectual atrapado en viejos procedimientos de reflexión no es nesesariamente un intelectual desafortunado. Platón, sin duda, establece un procedimiento de reflexión que no es exactamente de ayer por la mañana.
Pero la historia no está ahí, como recurso civilizatorio, en balde. La historia nos ha enseñado a quedarnos con algunas de las reflexiones de los clásicos y nos enseña también a comprender aquellas otras razones que hoy resultan incompletas. En este sentido, el intelectual moderno, deberá saber precisar con qué se queda. Y yo, me quedo con Sartre. El Sartre de la literatura, de la libertad. Pero también con el Gide de "Viaje a la URSS", con el Octavio Paz de "Respuesta a un cónsul", con el Eduardo Subirats de "El continente vacío", con el Camus de "La peste", con Borges, todo Borges.